Donald Trump llega por segunda vez a la presidencia de uno de los países más poderosos del mundo tras una campaña estruendosa que incluyó varios atentados de muerte. Fue una victoria contundente: superó a Kamala Harris tanto en el Colegio Electoral como en el voto popular. Los factores clave de su logro fueron una combinación de tácticas conocidas y nuevas: Inclusión de temas de preocupación central entre los estadounidenses, como el costo de vida y la inmigración; movilización del voto joven; enfoque en estados cruciales como Carolina del Norte, Georgia, Pensilvania, Wisconsin y Michigan; mensaje de “sanación” nacional, dirigido a los votantes cansados de la polarización política; capitalización del descontento económico, aprovechando el malestar por la situación de la economía y la percepción de que los demócratas no habían abordado adecuadamente los problemas de los trabajadores; acentuación de las diferencias entre hombres y mujeres, campo y ciudad, minorías y mayorías; y estrategias de comunicación innovadora usando con eficacia el ecosistema digital de redes… Sorprende, en especial, el apoyo de inmigrantes latinos, afroamericanos y asiáticos, así como de la población femenina.
El candidato republicano logró recuperar la presidencia en uno de los regresos políticos más trascendentales de la historia contemporánea promoviendo toda suerte de pronósticos sobre qué pueda ocurrir en los propios Estados Unidos y en el escenario internacional, colmado de conflictos y tensiones.
Las reacciones en la comunidad internacional han sido diversas: la preocupación entre sus aliados tradicionales por el posible retorno de políticas aislacionistas y proteccionistas; incertidumbre en los mercados financieros globales, que muestran volatilidad ante las posibles estrategias económicas y comerciales del nuevo gobierno; y optimismo en algunos gobiernos autoritarios que ven la elección de Trump como una oportunidad para reducir la presión internacional sobre derechos humanos y democracia.
Lo cierto es que este triunfo no es un fenómeno aislado, sino parte de una tendencia mundial hacia el ascenso de movimientos y líderes de ultraderecha en muchos países. Desde hace unas décadas, se observa un retroceso significativo en los estándares democráticos en diversas regiones, lo cual ha permitido que ideologías ultraderechistas resurjan con fuerza o que se radicalicen las ya existentes. Resurgen los fantasmas de la década de 1930, una oleada neofascista o postfascista, en varios continentes.
Los actuales movimientos de extrema derecha son los herederos del fascismo clásico, que no ha desaparecido completamente tras su derrota en la Segunda Guerra Mundial; más bien ha evolucionado y encontrado nuevas expresiones en contextos contemporáneos, con un nuevo léxico y unos nuevos mitos. A medida que las democracias enfrentan crisis de legitimidad, polarización y desconfianza, las ideologías totalitarias empiezan a resurgir.
Sin embargo, el fascismo no es un fenómeno medieval ni precapitalista, sino típicamente moderno; está inscrito en la fase del capitalismo financiarizado, y es un hecho global transnacional que adopta variantes nacionales: Las derechas de cada nación son distintas porque las historias nacionales son diferentes. El hecho es que los poderes globales quieren seguir repartiéndose el mundo; de ahí que las actuales guerras interimperialistas sean parecidas a las de los siglos XIX y XX.
Es evidente que hay rasgos de continuidad entre el fascismo de hoy (que puede llamarse neofascismo, fascismo en ciernes o protofascismo) y el histórico, pero también se advierten discontinuidades, como las siguientes que señala el profesor Julián de Zubiría:
El resurgimiento de las ultraderechas y los fascismos se da tras el enorme incremento de la riqueza y el poder de las clases dominantes, unida a su pérdida de legitimidad y de hegemonía cultural, durante las últimas cuatro décadas. Si las élites industriales, financieras y militares europeas apoyaron al fascismo en los años treinta, ahora respaldan al neoliberalismo; ya observaba Herbert Marcuse en los años 60 que “En el liberalismo hay un germen fascista”.
El fascismo como doctrina es un movimiento político, sinónimo de ideología contraria a la libertad, que se caracteriza por su oposición al liberalismo, al comunismo y a la democracia. Pero su significado es demasiado amplio, y adquiere matices distintos en cada país, lo que ha generado debates más o menos bizantinos e interminables: el caso italiano difiere del alemán y del de movimientos totalitarios de otros lugares. Es un movimiento antidemocrático, aunque no todos los movimientos antidemocráticos son fascistas.
Los fascismos, que constituyen una respuesta a las crisis económicas, sociales y políticas, suelen capitalizar el miedo y la incertidumbre, aplicando soluciones rápidas a problemas complejos, y prometen restaurar el orden y la prosperidad mediante la apelación a las emociones, no a la razón, desde una actitud antiintelectualista.
Según Enzo Traverso en “Las nuevas caras de la derecha”, “En la década de 1930, Benito Mussolini, Adolf Hitler y Francisco Franco prometían un futuro y se mostraban como una respuesta eficaz a la depresión económica, en contra de las exhaustas democracias liberales que, a los ojos de mucha gente, encarnaban los vestigios de un orden político en ruinas. Por supuesto, esta era una peligrosa ilusión –el esfuerzo por poner fin a la desocupación mediante el rearme y la guerra condujo a la catástrofe–, pero hasta la Segunda Guerra Mundial su propaganda funcionó bastante bien”.
Umberto Eco en su texto “Sobre el fascismo”, propone estas 14 características:
A las que habría que agregar estos otros:
Todo esto es lo que resurge en muchas regiones del globo, incluida Latinoamérica, bajo la forma de partidos que capitalizan el descontento social generado por crisis económicas, migratorias y sanitarias. Este neofascismo gana terreno en sectores de la población que se sienten amenazados por cambios demográficos y económicos.
Actualmente, el ascenso de líderes y partidos de ultraderecha se ha observado en varios países, como Francia, donde Marine Le Pen ha visto un aumento considerable en su apoyo electoral utilizando estrategias similares a las de Trump, enfocándose en la economía, la inmigración y el nacionalismo; Italia, en donde figuras como Giorgia Meloni y Matteo Salvini han ganado prominencia utilizando retóricas antiinmigración y eurosépticas; Brasil, con Jair Bolsonaro, quien, aunque ya no está en el poder, representó un claro ejemplo del auge ultraderechista en Latinoamérica, lo mismo que Álvaro Uribe en Colombia; Hungría, con Viktor Orbán, que ha consolidado su poder promoviendo políticas nacionalistas; Austria, donde se impuso el filonazi partido de la Libertad en las elecciones generales; Alemania, con el afianzamiento en las elecciones regionales de Alternativa por Alemania; España, con el partido Vox consolidándose; Brasil y Chile, donde partidos derechistas lideraron las elecciones municipales y regionales; o El Salvador, Ecuador y Argentina, bajo la batuta extremoderechista de Nayib Bukele, Daniel Novoa y Javier Milei, respectivamente.
En síntesis, el fascismo es un régimen totalitario que busca la movilización de masas bajo un liderazgo carismático que promueve el nacionalismo extremo, el retorno a valores conservadores y la idea de la superioridad de un grupo sobre otros; históricamente, se ha manifestado a través de gobiernos fuertemente centralizado que recurren a la violencia y la represión para mantener el poder. Resurge en un contexto de guerras, pandemias, cambio climático y aceleración tecnológica, unido a la inflación creciente, los salarios retrasados, el bajo crecimiento y la precariedad laboral. La proliferación de desinformación a través de las redes sociales ha permitido que los movimientos autoritarios difundan sus mensajes sin filtros, lo que fomenta un clima de miedo e incertidumbre.
En este escenario, el triunfo de Trump presenta impacto tanto en la política interna de Estados Unidos como en el ámbito global. En el interior del país, se da:
Y a escala internacional, se advierte:
¿Qué alternativas nos quedan? A pesar de este panorama sociopolítico sombrío, existen señales alentadoras que sugieren que los ideales democráticos aún tienen lugar en el futuro político global al margen de cualquier asomo de fascismo en sus múltiples manifestaciones. Muchos jóvenes están liderando movimientos sociales innovadores que buscan renegociar los términos del contrato social con sus gobiernos, desde protestas climáticas hasta demandas por derechos; y la tecnología ha facilitado nuevas formas de participación ciudadana que permiten a las personas organizarse fuera del marco tradicional de los partidos políticos, como las plataformas digitales, para movilizar protestas y compartir información veraz frente a la desinformación.
Uno de los peligros con el fascismo es que muchos sectores populares tienden a identificarse con movimientos y partidos de ultraderecha. Otro, es que el fascismo no es sólo una estructura económico-monopólica del capital, sino un rasgo introyectado en el carácter que se refleja permanentemente en las prácticas societarias, y en ese sentido todos somos en algo fascistas en determinadas conductas o pensamientos.
Pero estos fenómenos no son inevitables. A través del compromiso cívico activo y la defensa inquebrantable de los derechos humanos, es posible revertir esta peligrosa tendencia. Para derrotar el fascismo hay que estudiarlo primero y luego confrontarlo ideológica, cultural y políticamente. Al fascismo se le confronta de frente, no con actitudes conciliatorias. La única salida es la organización y la lucha. Es preciso organizarse de nuevas maneras creando frentes, redes, comunidades…, y desde ahí luchar porque el fascismo está a la vuelta de la esquina. En manos de personajes como Donald Trump y sus colegas de la fachosfera cualquier cosa puede pasar. Vale la pena tomar en serio la advertencia de Julián de Zubiría, “La victoria de Trump es una alerta planetaria”.